En el alto de un monte circundado por flores y árboles, se encontraba un sitio muy singular llamado «Yo Solito Puedo». No se trataba de una escuela habitual: se trataba de una casita encantada donde los niños de 4 a 6 años aprendían a realizar tareas de manera autónoma, con felicidad y seguridad.
Cada mañana, los pequeños llegaban con sonrisas. Todo estaba pensado para ellos: los muebles eran de su tamaño, las herramientas suaves y seguras, y cada rincón invitaba a explorar. En ese lugar, nadie corría para ganar, ni se obligaba a hacer lo mismo que los demás. Cada niño era libre de elegir su propia aventura del día.
Luna, una niña de trenzas saltarinas, amaba regar las plantas con su regadera pequeña. Tomás, su mejor amigo, disfrutaba barrer las hojas del patio con su escoba especial. Todos tenían tareas reales, y eso los hacía sentir importantes.
—»Yo solito puedo hacerlo» —decía Luna cada vez que tomaba su regadera con firmeza.
La maestra Clara los acompañaba con dulzura. No decía qué hacer, sino que observaba, guiaba y les daba confianza con palabras suaves como:
—“Confío en ti.”
Un día, Luna quiso aprender a atarse los zapatos. Se sentó frente al tablero de cordones de colores y empezó a practicar. Se equivocó varias veces, pero no se rindió. Clara se sentó a su lado, sin intervenir.
Después de varios intentos… ¡lo logró! Luna sonrió, se levantó emocionada y gritó:
—“¡Yo solita pude!”
Todos aplaudieron con entusiasmo. En ese momento, Luna se sintió más grande, no por su tamaño, sino por lo valiente que había sido.
En las tardes, los niños compartían lo que aprendían: Tomás enseñó a hacer nudos, Valentina preparó limonada, y todos aprendían unos de otros. Así descubrían que cada uno tenía algo especial para compartir.
Un viernes, Clara preguntó:
—»¿Saben por qué crecen tan felices aquí?»
Los niños se quedaron en silencio, curiosos.
—“Porque aquí pueden ser ustedes mismos. Aprenden a su ritmo, con respeto y amor. Aquí descubren que con paciencia y esfuerzo, pueden lograr muchas cosas.”
Al final del día, mientras el sol se escondía detrás de los árboles, los niños se despidieron con abrazos suaves y muchas ganas de volver.
La casita de Yo Solito Puedo seguía allí, con sus materiales de madera, sus mesas bajitas y su corazón abierto, lista para recibir a más niños que quisieran crecer felices, libres… y seguros de que sí pueden
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