Había una vez, en la vasta sabana africana, un león majestuoso que reinaba con ferocidad sobre todas las criaturas. Su rugido resonaba en la lejanía, infundiendo temor en los corazones de aquellos que habitaban la tierra. Sin embargo, a pesar de su imponente presencia, el león tenía una debilidad: una espina atascada en una de sus garras, que lo hacía sufrir día y noche.
Un día, un pequeño ratón de campo se encontró con el león mientras exploraba la sabana. Al principio, el león se preparó para devorarlo, pero el ratón, con su astucia, le pidió clemencia. Le prometió que si lo dejaba vivir, algún día podría necesitar la ayuda del ratón.
El león, burlándose de la idea de que un diminuto ratón pudiera serle útil, accedió y dejó ir al pequeño roedor.
Pasó el tiempo y una tarde, el león cayó en una trampa de cazadores, quedando atrapado en las redes de acero. Su rugido desesperado resonó por la sabana, pero nadie acudió en su ayuda. Entonces, el ratón, recordando la promesa que le había hecho el león, se acercó y con sus afilados dientes comenzó a roer las cuerdas que lo aprisionaban.
Poco a poco, el ratón logró liberar al león de su encierro. El león, asombrado y agradecido, comprendió que la ayuda puede venir de donde menos se espera. A partir de ese día, el león y el ratón se convirtieron en amigos, demostrando que la bondad y la gratitud pueden unir a criaturas tan diferentes.
Desde entonces, el león aprendió que la grandeza no siempre está en la fuerza, y el ratón descubrió que su pequeño tamaño no determinaba su valía. Juntos, compartieron un lazo de amistad que perduraría para siempre en la vasta sabana africana.